Es imposible que el texto del Evangelio de hoy no fascine al creyente. Hay un elemento decididamente escandaloso en la escena que no podía pasar inadvertido a los fariseos, esos espectadores de caras largas que iban a cazar al Señor en un gesto desafortunado, para poder apedrearlo y quitárselo de una vez de encima. Los fariseos no sabían mirar la realidad, andaban escrupulosamente encerrados dentro de sus marcas interiores, tan mezquinas, tan llenas de ritos y costumbres de hierro. Me ha pasado alguna vez en el tendido 7 de Las Ventas, encontrar aficionados a quienes les cuesta reconocer la realidad que tienen delante. Como se sabe, el 7 es el tendido de los sabios de la tauromaquia, y más que a disfrutar, van muchas veces a echar la red al torero, porque no prescinden ni un milímetro de la norma. Pero así se vive poco la fiesta. El fariseo tenía un perfil similar. Lo deletreó muy bien el Maestro cuando dijo aquello de que no mancha al hombre lo que entra por la boca, sino lo que sale de ella. Es decir, nada del mundo emponzoña el corazón humano. Ahí fuera están el sol y los lirios del campo, que tanta pasión provocaban en el Maestro. Dentro es donde nuestro contingente de pasiones se pone en guardia frente a la verdad. El pecado no reconoce a Cristo, por eso el fariseo era incapaz de verle.

Entra en escena una pecadora de la ciudad (a saber todo lo que trae consigo una manera de definir así a un ser humano). Los fariseos se escandalizan y miran para otro lado, esperando quizá que el Maestro sea el primero en darse cuenta de que es una mujer pública cuyo sitio es la calle, no la mesa del honrado. Lo que escandaliza al ojo del fariseo es, además, la conducta de la mujer. No es que aquella ?conocida? de todos se haya quedado a oír al Señor, es que participa del cogollo de la acción. Le besa los pies (¡ojo!), se los riega con lágrimas (¿cómo se atreve?), se los acaricia (¿no resulta demasiado?), es algo tan sensual que lo fariseos no pueden soportarlo. Y el Señor se deja hacer, porque sabe que no hay puesta en escena en aquellos gestos, ni vanidad, sólo unas ganas inmensas de perdón.

Hay dos familias de testigos del Maestro, los que se quedan callados (normalmente el colectivo de los taimados, los mirones, los que buscan espectáculo y los que se guardan siempre sus críticas), y aquellos a quienes les resultaría insoportable quedarse callados, y tienen que salir a escena. De estos forma parte Pedro, envalentonándose siempre, ?a quién iremos, Señor, sólo tú tienes palabras de vida eterna?. También aquella mujer que gritó en un callejón de Galilea, ?¡bienaventurados los pechos que te criaron!?. Y el centurión pagano, ?no hace falta que vengas a mi casa, di sólo una palabra y basta?.

Me gusta formar parte de esos liantes que no se callan lo que Cristo produce en ellos. Desde que tenían uso de razón nadie les había revuelto el alma de aquella manera. Como para callárselo.